Déjennos comenzar este post, ilustrados lectores, aludiendo a una cuestión central en el campo de la filosofía, a la que intuimos (por la calidad de sus comentarios) que están tan apegados. Nos referimos al problema largamente considerado del Devenir y la Inmutabilidad. Entendemos que les rompen las pelotas los posteos largos, y aunque –honestamente- nos chupe un huevo, tal vez los tranquilice saber que no pretendemos extendernos demasiado en el asunto… Sólo lo necesario para demostrar que hay un evidente, sólido lazo, que une los preceptos de Parménides y Zenón de Elea con el estudiante de teatro marplatense.
La cosa es así: hace unos 2600 años, más o menos, un señor llamado Parménides se ocupó de plantear algunas cuestiones referidas al ser, al ente. “Todo lo que es –dijo el tipo- es el ente; y es necesario, único, inmutable, inmóvil, inengendrado, imperecedero, intemporal e indivisible”. Tomá mate: de un plumazo el loco negó, entre otras cosas, la realidad del movimiento. “Lo que es, es inmóvil”, dijo.
Un discípulo y coterráneo suyo, Zenón de Elea, se despachó unos años más tarde con varias aporías, que seguramente les suenan, ya que fueron tópico frecuente de conversación en los pubs cancheros de la estimulante noche marplatense. Son las famosas paradojas sobre el movimiento: la aporía de los segmentos infinitos, y la de la bizarra carrera entre Aquiles y una tortuga. Según Zenón –y no lo vamos a contradecir nosotros-, el movimiento no es posible: “Todo movimiento, aun el menor arranque inicial, es imposible por el hecho de que presupone la superación de infinitos puntos (o segmentos) intermedios”. Dijo eso, y dijo que en una carrera entre Aquiles y una tortuga, por más velozmente que corriese el glorioso guerrero aqueo, siempre ganaría aquélla. Lo dijo, en serio. Si no nos creen búsquenlo en la wikipedia, no jodan.
Pues bien, lo que venimos a plantear, arponeros queridos, es que no hay manifestación más clara, prueba más irrefutable de la verdad que encierran los planteos de Parménides y Zenón de Elea, que la existencia del estudiante de teatro marplantense: eso sí que es un ente. Estudiante Neófito de Teatro Eternamente (ENTE), podríamos aventurar… pero es un poco forzado, lo reconocemos.
El asunto, señoras, señores, es que el marplatense que estudia teatro prueba con creces que el movimiento es imposible, que la inmutabilidad es esencial al ente. Ojo, se entiende: ¿quién quiere mutar su condición de estudiante por la de “actor realizado”, sabiendo que el rotundo fracaso es, lejos, la suerte más clara que se puede esperar? Hay más chances de cogerse de parado a Lady Gaga sobre una bicicleta sin rueditas, que de conseguir un pasar digno como actor o actriz en esta fecunda ciudad.
Lo que queda, entonces, es vivir de la ilusión. Armarse una burbujita de pedos, en la que el ente pueda sentir que es un artista incomprendido; la encarnación de los ideales de Stanislavski, Grotowski, Barba, Strasberg y Pipo Pescador juntos, en un medio hostil; un intérprete tanto más genuino y verdadero cuanto mayor silencio le devuelva la platea despoblada, sin quebrar su –autista- obstinación.
Todos conocemos a alguno de estos ejemplares, seguro que sí. Todos tenemos cerca a alguno de estos entes… los reconocerán porque cuando alguien les pregunta, “¿y vos qué hacés?”, responden con una sonrisa como de máscara, y cierta patética solemnidad: “Estudio teatro”. No dicen Trabajo en un supermercado, Mi viejo me pasa plata o Me rasco el escroto en una dependencia municipal, no. Dicen: “Estudio teatro”, como si dijesen Soy libre, He alcanzado una verdad sólo reservada a unos pocos o Tengo la suerte de haber descubierto tempranamente en la vida cuál es mi afortunado sino. Déjense de joder, chicos.
Pero lo que espanta, lo que de verdad da escozor, es todo lo que encierra esa breve afirmación. “Estudio teatro” quiere decir que el sujeto en cuestión ha atravesado, cargado de convicción, todas, o una buena cantidad, de las siguientes estaciones:
- Fue a un taller de juegos teatrales, en el que descubrió las posibilidades expresivas de su corporalidad. Allí: se frotó con personas prácticamente desconocidas; se arrastró –en jogging y camiseta- lustrando el piso mugriento de una sala tenuemente iluminada; y dijo largos textos utilizando una sola vocal, riendo con ganas, como si de verdad fuese gracioso.
- Asistió durante un tiempo a algún curso de clown (tal vez al tuyo, Yanícola, fiel lector de nuestro blog), porque sintió, como una revelación, que detrás de una naricita roja cualquier cosa era posible. Allí: se frotó con personas prácticamente desconocidas; practicó con fervor místico la “mirada a público”; “descubrió su clown interior”, al que bautizó con un nombre absurdo, y de quien habla –aún hoy- en tercera persona; participó de una varieté con un sketch pedorro, y prácticamente improvisado; y descubrió que, detrás de una naricita roja, uno sigue siendo el mismo pelotudo, pero bastante más ridículo.
- Se anotó en el taller de teatro de la universidad, porque pensó que, lo que en realidad necesitaba, era tener una base sólida en su formación actoral. Allí: se frotó con personas prácticamente desconocidas; aprendió a criticar a sus compañeros, y las obras de teatro a las que asistió desde entonces, con palabras importantes y feroces; descubrió el “teatro serio”; lloró en memorias emotivas, como si estuviese masturbándose en público, y le encantó sufrir acordándose de cuando se le murió aquel pez globo, reventado de comida.
- Fue a un seminario de Contact Improvisation, porque le agarró el gusto a frotarse con personas prácticamente desconocidas. Allí: se frotó, mucho, con personas prácticamente desconocidas.
- Se anotó en la EMAD, porque pensó que, bueno, al fin y al cabo, un título no viene nada mal. Allí: se frotó con gente que, a esta altura, ya conocía de todos los lugares anteriores; fue al pedo la mitad de los días, porque hubo paro, o faltó el profesor, o hacía mucho frío y no daba para hacer nada; y se fumó las puestas pretenciosas y pedorras de sus compañeros y compañeras, haciendo que aquellos se fumaran luego las suyas.
- Participó de intervenciones públicas, o performances, en las que se buscaba sorprender con un acto dramático e inusitado a personas que no lo habían solicitado y a quienes, en rigor, les daba bastante vergüenza ajena ver a un grupito de salames embadurnados de merengue y bailando alrededor suyo, muy cerca, como jugando al tradicional “¡El aire es libre, el aire es libre!”. La puta que los parió: si quiero ver teatro voy a pagar una entrada y sentarme en una butaca. No me jodan.
Simultáneamente a todas estas experiencias, nuestro ente fue presentándose a todos los castings habidos y por haber: publicidades televisivas en las que no quedó porque buscaban otro look, por lo visto sólo conseguible en Buenos Aires; cortos de estudiantes en los que, desgraciadamente, sí quedó, y luego anda mostrando como si fuesen maravillosos; películas que iban a revolucionar desde Mar del Plata la historia del cine nacional, pero nunca llegaron a realizarse; etcétera…
En fin, para ir cerrando este post, y que no lloren nuestros lectores menos lectores, podemos concluir que Parménides y Zenón de Elea fueron dos auténticos grosos en la historia del pensamiento, pero olvidaron atribuir algunas otras características al ente que definieron: a las ya mencionadas cabría agregar que éste es inconstante, inmaduro, insoportable, inseguro e improductivo. Un auténtico plomo.
El estudiante de teatro marplatense es una de las más radicales manifestaciones de nuestro patetismo local, una casta de sobresalientes impostores que merece, a no dudarlo, el arponazo definitivo.