viernes, 31 de julio de 2009

Matemos a los repartidores

Son las once y media y el repartidor de galletitas para su camión rojo en el corazón del centro comercial de la calle San Juan. Deja su monstruoso vehículo en doble fila obstruyendo la salida de tres changos. Mantiene el camión en marcha haciendo ruido y largando más humo que una división de infantería de fumadores de Parisiense, y se pone a galantear con la empleada del almacén presuponiendo que el peinado con dos rodetes que recuerda a la princesa Leia ha sido hecho en su honor. La mina sólo quiere que le deje las galletitas rápido para seguir mandándose mensajitos con el novio, pero el repartidor del gigante camión rojo, entre chiste y chiste subido de tono, le pide que no se ofenda porque va a saludar a la del kiosco. En el drugstore lo reciben con simpatía porque siempre deja algo gratis, pero lo que la chica no tolera son los besos ruidosos que lanza al aire nuestro protagonista, Raúl, el camionero.

Entre tanto, varios conductores empiezan a los bocinazos porque el camión ocupa casi toda la calle. Raúl continúa su ronda de reparto de galletas y piropos, inmune a los insultos. Su trabajo demora más del triple del tiempo necesario porque toda alocución va matizada con un “mamita que lindo te queda ese jean”, un “gordita, lo que vos necesitás es que te hagan un pibe” o un “caramelito, qué cara de cansancio… ¿qué habrás estado haciendo anoche?”…

Matemos al repartidor no porque viola las normas de tránsito y de urbanidad diariamente, ni siquiera porque es más grasa que las nuevas galletitas Oreo bañadas en chocolate (que seguramente reparte), sino porque es el máximo representante de la concepción del medio de transporte como falo. El tipo deja el camión tirado en medio de la calle jodiéndole la vida a todo el mundo bajo la percepción de que como tiene un camión muy grande es el más poronga de todos. Sabido es que el tamaño del vehículo es inversamente proporcional al pene, y que quien presume de un vehículo grande lo hace por carecer de otras dotes. Esta noción, que antes sólo poseían las estudiantes de psicología, se ha generalizado tanto que inhibe a la mayoría de los hombres con pitos promedio a la hora de comprar un auto. Esto es, no importa que midas un metro noventa, que toques el cello o que te hayas ganado la lotería… ese autote que tanto te gusta no te lo vas a comprar para que tus compañeras de oficina no crean que sos un minidotado imbécil como el repartidor de galletitas.

Como si sus defectos fueran pocos, el repartidor es el típico exponente del que se envanece por logros que no le son propios sino de la corporación para la cual trabaja. El camión con el se pavonea no es suyo, las nuevas galletitas Pindonga que nos ofrece extasiado no invento de Raúl, y ese “nosotros” que a cada minuto cae de su boca resulta más patético que mentiroso, dado que la empresa de la que se siente parte no tiene idea de su existencia. En síntesis, con su camión y gran empresa Raúl se siente poderoso y exitoso sexualmente. Y así como todos los taxistas se creen ganadores desde que el desagradable Arjona inventara una canción en la que el protagonista seducía a sus pasajeras, los camioneros siguen fijados en su héroe setentista BJ Mackey. Se piensan muy atléticos porque saltan del camión acrobáticamente en vez de descender por la escalerita, aún a riesgo de estropear el finito pavimento electoral de Pulti (obviamente no son apolíneos, sino unos gordos bachicha con hábitos simiescos más parecidos al monito que a BJ)

Ante estos argumentos anticamioniles se nos podrá decir que los colectiveros y los propietarios de 4 X 4 ostentan también una grasísima actitud de valerse de sus grandes móviles para patotear a los otros, pero lo que más jode de los repartidores es el carácter no aleatorio que tiene encontrarse con ellos. Uno puede toparse o no con un forro en 4 X 4 por las calles de la ciudad; en cambio, una vez al día nos encontramos con Raúl, que obstruye nuestro pequeñito auto cuando queremos rajar del laburo, y mientras damos bocinazos lo vemos con esa cara de bobalicón feliz tan satisfecho de sí mismo que nos hace querer cagarlo a trompadas.