lunes, 16 de marzo de 2009

Matemos al encargado de edificios

En momentos como este en el que los famosos sufren por la pérdida de sus fieles empleados (floristas, personal trainers, etc.), llaman a la población a movilizarse y a la pena de muerte para que se instale, tal vez no sea conveniente meterse con una raza de sujetos que seguramente se desviviría por trabajar para la realeza del espectáculo, pero se hace necesario decir de una buena vez lo que todos los que vivimos en un departamento pensamos en reiteradas oportunidades: matemos a los encargados de edificios.
Sabido es que los porteros muchas veces han actuado como buchones de las fuerzas parapoliciales en los ’70, que les fascinaría vivir en Cuba para ser los controladores de manzana y que darían todo lo que tienen (departamento, cable y plomero gratis) por ser los esbirros de Susana Giménez denunciando cualquier actitud sospechosa en el espacio en el que son dignatarios.
No nos engañemos: sólo estamos en este mundo para buscar un pedazo de territorio del cual podamos designarnos, sin culpa, señores feudales. Sólo un hombre pudo lograr este sueño, sin que nosotros, sus vasallos, sepamos alguna vez de qué se trata. Desde nuestra cabeza pequeñoburguesa pensamos que el encargado es nuestro empleado y que se dedica a velar por nuestro bienestar; sin embargo, este sujeto domina todo el territorio edilicio y desde las sombras (detrás de una escoba) controla nuestras vidas.
Con o sin bigote, con o sin llavero ruidoso colgando de su cintura, con o sin panza, con o sin pantalones color caqui (o bombacha Ombú), el encargado emprende sus tareas diarias como si en eso se le fuera la vida, y saca lustre o limpia vidrios arremetiendo con más fuerza si nos ve pasar: “esto sí es trabajar”, parece decirnos.
Una característica irritante del encargado es que pretende que no se ensucie lo que se limpia. Cual si fuera nuestra madre, refunfuña porque en día de lluvia dejamos agua y barro en el palier que acababa de limpiar o nuestro sobrino apoya sus dedos en el vidrio de la entrada. Sólo falta que se enoje porque nunca estamos en casa y nos espete: “¿qué te pensás? ¿qué esto es un hotel?”
No hay nada mejor para él que limpiar la vereda: desde ahí puede poner cara de culo abiertamente si pasa alguien caminando, obligándolo a bajar a la calle o baldeándole los pies. Puede, además, seguir con absoluta libertad los movimientos del barrio y del edificio, obtener información y luego, cuando lo necesita, soltar estratégicamente algún dato en el momento conveniente. De esta forma, hace que el dueño del perro del 2º F encare a la jubilada del 2º D por supuestas quejas o que el nuevo ocupante del 5º A sienta que será observado desde un panóptico por el resto de los habitantes del edificio. Si todos andan peleados es porque el encargado urdió una trama novelesca para verla gratuitamente en vivo y en directo. Es un genio.
Otra cualidad que hay que reconocerle puede también sacarnos de las casillas: habla de cualquier tema y sabe de todo: clima, chimentos, enfermedades y muertos, fútbol (aunque sean de Independiente), mecánica del automotor… y sus conocimientos son siempre enunciados como consejos paternales en el momento exacto en que se da cuenta de que no nos interesa absolutamente un carajo lo que tiene para decirnos.
No obstante, todas estas son pequeñeces frente a la verdadera misión encargadil. Esto es: saber todo, absolutamente todo, sobre la vida de sus custodiados. Es un secreto bastante bien guardado que existe un torneo inter-porteros (el Gran DT de los encargados) para determinar la ocupación de los nuevos dueños e inquilinos de los departamentos. Por los horarios, atuendos o fragmentos de conversaciones, el encargado determina (y anota prolijamente en la planilla que le suministra la asociación) y en menos de una semana, si se trata de un rentista, una amante mantenida, un oficinista, un estudiante, un agente inmobiliario o un gato fino. Nadie escapa a sus determinaciones sociológicas.
Pero allí no termina su trabajo: luego se dedicará a la vida sentimental, composición de la familia, determinación del grosor de la billetera y cuenta bancaria. Hasta tal punto podemos sentirnos vigilados en nuestro propio domicilio que inventamos absurdos estratagemas sólo para no darle al encargado un dato más sobre nuestra vida: estacionamos el auto nuevo en una cochera a dos cuadras del edificio y nunca lo dejamos en la puerta; no permitimos que nuestra chica nos visite en casa, aún a riesgo de que crea que estamos casados, vivimos con nuestros padres o somos unos sucios; disimulamos la bolsa con la comida de la rotisería, sacamos la basura con nuestras propias manos hasta el edificio de al lado, nos hacemos mandar la correspondencia a la casa de un amigo... Igualmente, con una red de espías que abarca toda la ciudad, el encargado siempre sabrá cuáles son nuestros movimientos e intenciones.
Pero no nos demos por vencidos del todo porque hay una raza superior que, cual Darth Vader, logra neutralizarlos… por suerte tenemos al siniestro Administrador.